En espera para su promulgación en el Congreso se encuentra la Ley de Obtentores Vegetales que busca cuidar los derechos intelectuales sobre la autoría de los vegetales genéticamente modificados (VGM). En paralelo, se está tramitando el proyecto de Ley de Bioseguridad de Vegetales Genéticamente Modificados, que junto con la reestructuración a la Ley de Medio Ambiente (20.417), asegurarán la liberación de los transgénicos en el mercado interno de nuestro país. La nueva legislación es resistida por grupos ambientalistas y agricultores orgánicos que denuncian los riesgos que implicarían estos cultivos para la salud humana. Más allá de la polémica acerca de su real peligro, se augura que la aprobación de ambas leyes, en beneficio de las empresas productoras, significará un aumento en la concentración de la propiedad de las semillas. Más de lo que ya está.
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Actualmente resulta casi imposible conseguir el verdadero tomate de Limache que antaño saborearon nuestros padres, o degustar el sabor de la papa autóctona cuyos últimos vestigios sobreviven aún en Chiloé. Según la Dra. Claudia Stange, del Laboratorio de Biología Molecular Vegetal de la Facultad de Ciencias de la Universidad de Chile, las variedades originales de muchas frutas y verduras simplemente desaparecieron. En este sentido, señala que “la biodiversidad y las semillas originales ya no existen. Por lo tanto, más que la supresión de las tecnologías de modificación genética, lo que urge es la regulación y control de la experimentación y producción de estos productos”.
Antecedentes de transgenia existen desde tiempos inmemoriales. Se trata de la variación de la condición molecular de la semilla debido a la cruza o introducción de un elemento genético que cambia su composición original. Bruce Kennedy Kassels, licenciado en Química, doctor de la Universidad de Buenos Aires y profesor titular del Departamento de Química de la Facultad de Ciencias de la Universidad de Chile, señala que “existen muchos casos en la naturaleza donde en un ser vivo aparecen características totalmente extrañas a su composición molecular, y no se sabe cómo es que llegó ese material genético ahí.” Por lo tanto, según el académico, “no se ha descubierto nada nuevo”.
Hoy son las transnacionales, como Monsanto, las que utilizan técnicas de ingeniería genética para introducir segmentos de ADN de un ser vivo –virus, bacterias, vegetal- en el material hereditario de otro. Todo esto para que resista mejor a ciertas enfermedades, plagas o que nutricionalmente sea más completa.
Posibles riesgos
Gran parte del debate está centrado en los probables peligros de los organismos modificados genéticamente (OMG). Al respecto, Kassels indica que “no se puede predecir algo que no ha sucedido. No hay ningún estudio ni nada que indique que puedan ser amenazantes para el ser humano. Las cantidades de insecticidas que se introducen al interior de las semillas para combatir plagas, por ejemplo, son tan bajas que resultan ser inocuas para la salud”.
La Dra. Stange coincide con Kassels, e incluso señala que casi todo lo que se consume es transgénico y que no se ha comprobado que exista daño a mediano o largo plazo, ni que incida en el desarrollo de ciertas enfermedades. “Los ácidos del estómago –enfatiza- son tan fuertes que destruyen todo, incluso a nivel molecular”.
Cristián Sauvageot, representante de la organización “Chile sin Transgénicos” opina lo contrario. Según él, no se ha podido comprobar el daño que causan los transgénicos en los seres humanos debido a que las empresas transnacionales dueñas de las semillas no ceden el material para realizar los estudios que comprueben si existe riesgo para la salud de las personas. “Lo grave de esto –indicó- es el manejo oscuro de la información y todo el andamiaje de influencias y lobby que se articula para controlar el mercado y las investigaciones científicas”.
Desinformación
En nuestro país este tipo de cultivo está prohibido para su comercialización en el mercado interno. Se permite, eso sí, la producción de semillas para exportación, pero no se sabe aún la ubicación de los predios donde se acopian. Esta situación, a juicio de Francisco Aguirre, investigador e Ingeniero Agrónomo con mención en Economía Agraria de la Facultad de Agronomía de la Universidad de Chile, y miembro de Rimisp – Centro Latinoamericano para el Desarrollo Rural-, es extremadamente grave y atenta contra el derecho de otros productores de mantener ciertos estándares de calidad de sus productos. “Los agricultores orgánicos –señala- deben cuidar y garantizar la limpieza y la no contaminación vía polinización de sus productos. Al no ser pública su ubicación, los cultivos transgénicos podrían estar cerca o al lado de siembras orgánicas, lo cual afectaría enormemente a estos productores”. Esto, junto a la falta de información en el etiquetado de los productos terminados que ingresan al país, son las que a juicio del investigador necesitan mayor control y regulación.
“Casi el 100 por ciento de la soya que se produce mundialmente es transgénica –señala Sauvageot – Por lo tanto, todos aquellos alimentos que contengan soya o derivados de la soya, como la lecitina de soya de los chocolates, seguramente son transgénicos. Lo mismo sucede con el maíz que contienen los cereales”. Francisco Aguirre coincide en que existe una enorme desinformación. “Casi todo lo que comemos es transgénico –indica-. Es necesario que haya transparencia acerca de una realidad que ya está instalada. Es imperioso que los consumidores estén informados para decidir libremente qué comer y qué no”.
Debate pendiente
Otro de los argumentos que “Chile Sin Transgénicos” tiene para oponerse a la liberación de estos cultivos es que causarían la ruina de los agricultores, como ha sucedido en otros países. En un principio, señalan, se vende una semilla que responde a bajas dosis de Roundoup, el herbicida que más se usa en el mundo. Pero a medida que pasan los años la efectividad a este químico que mata malezas desciende. “Es lo mismo que sucede con el uso de antibióticos y la industria farmacéutica –señala Sauvageot- De a poco el cultivo se hace resistente al Roundoup y se empiezan a necesitar dosis más altas para combatir malezas y supermalezas, hasta tal punto que es necesario rociar los campos con aviones, lo que conlleva una enorme contaminación pues este químico mata todo, menos la semilla cultivada. Finalmente o sacan las malezas de a una, lo cual implica un costo mayor de producción, o tienen que volver a comprar la semilla. A esto se suman las malformaciones fetales que ha provocado la exposición excesiva a este líquido en otros países. Y lo que más llama la atención es que el productor mundial de Roundoup es la transnacional Monsanto, la misma que produce las semillas”.
Para Francisco Aguirre los transgénicos se agregan a una situación preexistente donde las prácticas agrícolas de salubridad y seguridad en el manejo ya dejan mucho que desear. Aparte de esto, señala, los agricultores han comprado la semilla siempre, y lo seguirán haciendo. “Su privatización no es ninguna novedad –indicó-. El conflicto radica en la cantidad de manos en las que se concentra el negocio y qué es lo que hacen las transnacionales para hacerse del control del mercado. Y esto sí que es un problema, pues las estrategias para conseguirlo pueden llegar a ser bastante maquiavélicas, por decir lo menos”.
Frente a este panorama, llama la atención el excesivo secretismo que rodea al establecimiento definitivo de la industria de semillas transgénicas en nuestro país. A esto se suma la escasa información publicada en los medios de comunicación, sobre todo frente a una normativa que regulará temas de alto interés público como lo son la nutrición y la calidad de lo que comemos. La polémica se encuentra confinada en las redes sociales como Facebook, donde el debate recién comienza, pero que podría ser el primer el primer cedazo ciudadano por el que pasen los transgénicos en Chile y una nueva concentración de los recursos naturales en pocas manos.